En el
último carro del metro, perdida en viejas canciones, había olvidado el ruido de
la calle, el sol del mediodía, el polvo de la plaza, los ojos tristes del perro
vagabundo. Pero no la melancolía. Santiago, hasta su último rincón bajo tierra,
sabía a melancolía: a sueños infantiles, a abrazos de despedida, a esperanzas
truncadas, a polvo entre los dedos, a un único amor posible: el abrigo de la
cordillera.
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